Le seguí hasta el parking de su trabajo,
forcé la cerradura de su coche y me
tumbé en la parte de atrás, dudando entre cuerda de piano en cuello o bala en
nuca.
Esperé horas, encogido de frío. Salieron
todos menos él y apagaron las luces del edificio. Decidí poner en movimiento mi
agarrotado cuerpo e ir a buscarle.
A través de las paredes acristaladas de su
despacho podía verle sentado de espaldas en su sillón de cuero, contemplando las
luces de la ciudad.
A dos pasos de la puerta, su brazo dibujó
un leve movimiento que terminó en disparo y su cuerpo cayó al suelo.
Confuso, como un niño al que le han pinchado
su pelota, di media vuelta. Remordimiento y suicidio es dura competencia en mi
negocio. La sangre sobre la moqueta es una mancha vulgar.
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